domingo, 28 de junio de 2015

DE MAR, ASÍ, DE LUNA


DE  MAR, ASÍ, DE  LUNA



De mar, así, de luna,

parpadeo tu ausencia.

Las cuatro patas

de un ajedrez de sombras sostienen

mi desnudez insomne.

Crece en mi laringe

un jardín de jadeos concéntricos:

gritos como peces en desorden

(como escamas que recosen mis bordes

de sirena varada en tus oficios),

gritos como pájaros

(como animales de felpa comiendo nada

en un plato de viento).

Entonces, encogida, un caracol de llanto,

soy tan y tan de vidrio.

Me trepo a los temblores de la carne y acato

la ansiedad de los puertos.

Mi cuerpo se estrella contra la médula amorosa

de un barco que no vuelve.






Finalista "Certamen Nacional de Poesía Juan L. Ortiz", Bruma Ediciones, Mendoza (2015)

jueves, 25 de junio de 2015

CHAU, DANI


CHAU, DANI

“Y si dijera que realmente te amaba… (…) Quizás te reirías y dirías que vivíamos en mundos diferentes…” – Paul McCartney, “Here Today”

Tenía yo poco más de dos años cuando mamá y papá me sorprendieron con una noticia extraordinaria: iba a tener un hermanito. La buena nueva me cayó muy mal: que mis padres hablaran de un hermanito era forzar los límites de la decencia de manera escandalosa. Yo no quería ningún hermanito: quería seguir siendo la más chiquita de la familia, la más mimada.
Ante la inesperada noticia, reaccioné con indignación. Amenacé con irme de mi casa. Y me fui. Los chicos Fernández fuimos siempre algo precoces. En cuanto los mayores se distrajeron un poco, salí a la calle, di media vuelta manzana y me escondí en el galpón de la casa de mi abuela. Mientras me buscaban, yo me reía entre dientes, y cuando me encontraron, me dieron un merecido chirlo en la cola.
La panza de mamá fue creciendo, ante mi evidente disgusto, y la gente empezó a preguntarme pavadas, algo clásico en los mayores, que se dirigen a los chicos con un lenguaje tonto y una  desagradable condescendencia:
-¿Qué querés que tenga tu mamá? ¿Una mortadelita o un salamincito?
A mí me confundía bastante esta estúpida pregunta. Y, cuando nació mi hermano, lo fui a ver esperando encontrarme con un salchichón primavera. Pero, en lugar del mentado salchichón, me encontré con el Dani, un bebé rojo y arrugado al que odié inmediatamente. Después lo quise y, además, lo adopté como mascota.
Cuando mi hermanito cumplió dos años, yo ya tenía cuatro e iba al “Jardín de Infantes” de la Srta. María Elena. Daniel también quería ir a la escuela, pero en ese entonces los nenes de dos años no iban al “Jardín”. Eran otros tiempos. Para solucionar este problema eché mano a mi imaginación, que ya en ese era entonces frondosa, e inventé una “Escuela de Noche”. A esa escuela iba mi hermanito. Claro que él no se enteraba porque estaba dormido. Así que cada mañana yo le relataba las peripecias que había pasado en “su escuela” y él me escuchaba atentamente. Había algunos personajes en esa escuela imaginaria que siempre se metían en líos: la Betica, el Lolo y no sé cuántos mas. A Daniel le encantaban mis historias.
Encantado estuvo también cuando le presenté a Nylon, un amigo invisible que nos acompañaba siempre en nuestros singulares juegos. Cada tanto, yo anunciaba que Nylon había llegado de visita a nuestra casa. En esos días de visita, Daniel y yo agregábamos un lugar en la mesa e insistíamos en que nadie se sentara en la silla vacía que designábamos para que se ubicara a Nylon. ¡No fuera cosa de que nuestro pobre amigo invisible muriera aplastado!
Para ese entonces, yo creía a rajatabla lo que veía en el cine o la tele. Después de haber visto “Pinocho”, de Disney, se me ocurrió emular a Pepito Grillo y ser la voz de la conciencia de mi querido hermano. Cada vez que Dani se dormía, me acercaba sigilosamente a su cama y murmuraba en su oído una sarta de pavadas que, por supuesto, el chico no recordaba cuando se despertaba. No fui una voz de la conciencia eficiente, pero el jueguito me parecía de lo más divertido.
Como a todos los chicos, nos fascinaba pasarnos “a la cama grande”. Los tres hermanos nos apropiábamos de ella para jugar “al barco”. Rodeábamos la cama con almohadas y soñábamos que era un enorme buque y que estábamos rodeados de monstruos marinos dispuestos a devorarnos. Era simple y divertido. Uno de nuestros mejores pasatiempos.
Tal como dije anteriormente, los mayoría de nuestros juegos eran de lo más extravagantes. Yo tenía, alrededor de los seis años, un muñeco bastante feo al que había bautizado Juan Bondiola (no sé por qué le había puesto ese nombre, quizás porque había quedado traumatizada con las mortadelitas y los salamincitos). Era un monigote algo tétrico, parecido a esos muñecos de ventrílocuo que aparecen en las películas de terror y cobran vida propia. Pero a mí me gustaba Juan Bondiola. El espantajo tenía su encanto. A Daniel también le gustaba. Los chicos Fernández siempre fuimos algo estrafalarios.
Cierto día, secundada por Daniel, que siempre adhería a mis ideas por locas que fueran, dictaminé que Juan Bondiola había muerto. Con anterioridad, había dado por muerto a un monito a cuerda que tocaba los platillos, pero ese juguete había tenido un entierro absolutamente privado. Para Juan Bondiola yo quería algo grandioso, así que organicé un funeral con todas las de la ley. Invité a mis amiguitos del barrio y le di al muñeco cristiana sepultura en un tanque de agua lleno de arena, al que previamente le había pegado en el frente una figurita de San Martín para que se pareciera más a una tumba (Juan Bondiola no tenía nada que ver con San Martín, pero ese era un detalle menor). Por supuesto, mi hermanito fue parte destacada del evento funerario. Los chicos observaban la ceremonia fúnebre en silencio, pero yo no quería silencio.
-¡Lloren, chicos, lloren!, le decíamos al piberío del barrio. A los pibes, pobres, no les salía llorar por la muerte de un muñeco ajeno que, además, nunca había estado vivo, así que se escupían las yemas de los dedos y se pasaban la saliva por la cara para simular un llanto desconsolado. Creatividad pura.
Tuvimos otro entierro en esos días: a mi abuela se le había muerto una gallina y la reclamamos para darle una sepultura decente. La ceremonia fue prácticamente igual a la llevaba a cabo con Juan Bondiola, aunque con un plus fundamental: la gallina alguna vez había estado viva.
Dani llamaba “Palomo Julián” a la bolsa de agua caliente. Juntos especulábamos acerca del advenimiento del la Tercera Guerra Mundial, y nos “preparábamos” comiendo pasto y la corteza blanda de algunos árboles a la que llamábamos “pollo”. En otras ocasiones nos metíamos en la “fosa” del garage de mi abuela, donde papá solía arreglar sus colectivos, y formábamos una especie de club, con más nenes que nenas, porque había pocas nenas en el barrio y, además, en la fosa vivían un par de sapos, indiscutidamente inofensivos pero con una pinta no apta para muchachitas impresionables. En la fosa se metían el Dani, Damián, Sergio, el Tano…
Cuando llegaban los Carnavales, era común que los chicos nos disfrazáramos, siempre haciendo uso de una imaginación encantadora. Cualquier trapo nos servía. Las bolsas de arpillera en las que venían las papas se convertían, con bastante maña y algo de pintura o hilos de bordar, en trajes indígenas al estilo Pocahontas. Las polleras, blusas y collares sustraídos a las madres, tías y abuelas, servían para convertir a cualquier pibita en una gitana hecha y derecha. Había remeras rayadas para los presos y pantalones viejos desflecados para los linyeras… Cierta vez se nos ocurrió disfrazar a Dani de nena. Mi ropa le quedaba bien y, para ese entonces, nos parecíamos bastante: yo usaba el pelo corto como un varón (mamá me rapaba para evitar mis alaridos cuando intentaba convertir mis legendarios rulos en un peinado medianamente decente) y Daniel tenía todavía los rasgos suaves de un chiquito en edad preescolar.
-¡Chau, Raquelita!, le decían los vecinos. Dani odió ese disfraz y allí terminó su carrera de travesti. Si bien siguió disfrazándose para los Carnavales, jamás accedió a convertirse en otra cosa que no fuera un preso o un linyera.
Daniel era mi protegido. No toleraba verlo llorar. Consolarlo implicaba, a veces, mentir de manera descarada. Estábamos en un almacén repleto de gente y a mi hermanito se le pinchó un globo. Inmediatamente empezó a llorar. Mi consuelo resultó gracioso para todos los presentes: “No llores por el globo: después mamá te lo cose.” Vale acotar que su condición de protegido no lo privaba de mi maldad innata. Él le tenía miedo a los truenos y yo aprovechaba cualquier tormenta para torturarlo. Había inventado un cantito bastante infame: “Monstruo de la tormenta ven a buscar a Danielito Fernández, se porta mal.” Tenía otro cantito malévolo para molestar a mi hermanito. Cada vez que mamá salía a hacer un mandado le canturreaba: “Mamá se fue, no volverá, y el Cuco malo te comerá”. Sin embargo, el pobre chico me seguía teniendo de referente para todo.
A mediados de los '70, el país vivía atormentado por el accionar violento de algunas agrupaciones de izquierda. Los chicos no entendíamos demasiado del asunto, pero escuchábamos palabras sueltas. Y cada vez que le preguntaban al gordo que iba a ser cuando fuera grande respondía muy suelto de cuerpo: “Extremista o guerrillero.” Mi hermano nunca perdió su espíritu combativo, pero a pesar de ser un gallito, trabajó, como mi viejo, en una empresa de colectivos.
1976 fue un año duro para los chicos Fernández. En febrero murió papá. Dani y yo estuvimos presentes cuando se descompuso. Fue de noche y estábamos durmiendo. Enseguida nos ubicaron en la casa de los vecinos de al lado, unos rusos amorosos que, casualmente, estaban de fiesta. Más tarde nos llevaron a casa de otro vecino y ahí pasamos la noche, en una cama matrimonial que nos quedaba grande. Yo no pude dormir. Mi hermanito se despertaba a cada rato y me preguntaba dónde estaba papá. “En el hospital”, contestaba yo, aferrándome a la esperanza de que papi viviera. A la maña, cuando nos levantamos, descubrí que Daniel se había hecho pis en la cama. Para que los vecinos no se enteraran de este acontecimiento que avergonzaba a mi hermanito de cinco años, tendí la cama a los apurones. Como pude. Y los vecinos no se dieron por enterados del accidente nocturno. De mañana nos dijeron que papá se había ido al cielo. Nos llevaron a verlo, a darle un último beso. La sabiduría popular dice que el tiempo lo cura todo. Pero los chicos Fernández crecimos heridos.
Nuestra casa de Wilde se caracterizaba por tener un fondo enorme, con seis imponentes casuarinas. Era común que en los días de viento se cayeran los nidos. Acostumbrábamos a recatar a los pichoncitos desvalidos y a cuidarlos hasta que pudieran volar. Los alimentábamos con miga de pan mojada en leche, abriendo sus diminutas boquitas, con cantidades ínfimas de alimento, ayudándonos con algún escarbadientes. Pero mamá decidió cortarlos. Y la pila de troncos fue un buen lugar para que mi hermanito se lanzara desde ahí en paracaídas. El paracaídas era de mi confección, obviamente. Lo había construido con telas y lanas, y no amortiguó para nada el porrazo de Dani cuando saltó, confiado en que la hermana inventora había pergeñado un paracaídas de lo más seguro.
Cuando nos mudamos a Villa Domínico, los chicos Fernández hicimos migas con nuestros nuevos vecinos: Darío, la Moni, Esteban, Damián, Analía… Nos seguimos disfrazando para los Carnavales pero empezamos a tener algunos conflictos: yo me negaba rotundamente a que los chicos cazaran mariposas y al Dani parecía gustarle bastante este deporte repudiable. Los pibes cortaban ramas de los árboles y les daban una biaba tremenda a las pobres mariposas, que iban a parar a un frasco de mermelada vacío donde, naturalmente, se morían.
Dani, Analía y yo, gozábamos de algunas inquietudes artísticas. Mi abuela tenía una curiosa costumbre: tiraba los restos del puchero en una pila de escombros que había en el fondo de su casa. Esta manía nos proveyó de la materia prima básica para nuestras bizarras creaciones: recolectábamos los huesos de caracú y los decorábamos con témperas, brillantinas y plasticolas de colores. Las obras eran exhibidas dentro y fuera de nuestra casa, pero, lamentablemente, se perdieron con el tiempo.
Cuando llegaba el verano, los pibitos de la cuadra íbamos a la pileta de la Moni, que era de material, cosa rara en esa época. Pasábamos todo el día en el agua, y, cuando caía la tarde, organizábamos unas suculentas “fiestas comestibles”. Cada chico colaboraba con algo: Coca Cola, papas fritas, palitos salados, algún sandwichito… Las “fiestas comestibles” eran espectaculares: daba gusto juntarse con los amigos y comer, comer y comer.
Ya en la adolescencia, aunque seguimos compartiendo algunas confesiones, nuestros caminos fueron separándose. Yo era una chica dicharachera que gustaba de salir, ir a bailar y hacer todas esas cosas que hacen los adolescentes. Daniel se había convertido ya en un tipo sumamente introvertido. Era difícil llegar a él. Había levantado murallas alrededor de su corazón. Murallas que fueron creciendo poco a poco a lo largo del tiempo, hasta convertirse en casi infranqueables. Pero esas murallas no nos impidieron compartir alguna que otra confidencia y tampoco emborracharme con él en los albores del año 2000. Estuvimos toda una tarde charlando, junto a Rosana y Gaby, mis amigas, y, entre broma y broma, nos tomamos cinco botellas de champagne. Cuando mi marido llegó de trabajar me encontró tirada en la cama, con los ojos entrecerrados y mascullando pavadas. Esa fue una de nuestras primeras trifulcas familiares.
Cuando mi hijo nació, Daniel se apuró a rebautizarlo: para él jamás fue Manuel, sino Elmer Fudd o “el Cabezón”. Tampoco me llamaba por mi nombre: yo era “la enana”. Dani jugó con "el Cabezón”. Lo malcrió. Le compró su primera camiseta de Boca y una colección de cassettes de Discovery Channel, “Paseando con Dinosaurios”. Le enseñó a tirar cohetes para las Fiestas. Lo cargó más de una vez en un bolso para llevarlo a dar una vuelta.
Daniel llenó la casa de animales: ranas, culebras, peces… Hasta un coipo. Le gustaban los bichos. Tenía un humor ácido, a veces hiriente. Disfrutaba arruinándonos las Navidades. Amaba el rock and roll. Aparecía por casa muy de vez en cuando y me traía algún cactus, alguna plantita. Se fumaba un cigarrillo conmigo.
Hoy mi hermanito está muerto. Se le ocurrió morirse. Los chicos Fernández siempre tuvimos ideas extravagantes.
Hubiera querido decirle que lo quería. Pero no pude.
Ahora tengo que decirle chau.

Chau, Dani. Hasta siempre.


Setiembre, 2010


martes, 23 de junio de 2015

POEMA 13 ("DESEO, DESAMPARO Y DESPUÉS")


POEMA 13 ("DESEO, DESAMPARO Y DESPUÉS")



Él muerde mi hambre de palabras

y bebe este silencio

que me humilla

y me quiebra,

y me desgarra.

Debajo del puente,

la mujer que fui entre sus piernas,

corre

como un río de lágrimas.





Poema seleccionado para integrar la Antología Poética III Concurso de Poesía "Versos en el  aire", Portal Diversidad Literaria, España (2014)

Poema publicado en el blog Fragmentos de vida 


domingo, 21 de junio de 2015

FEROZ


FEROZ


Cuerpo  irresuelto, 
brazos en cruz,
y tu olor clavado como un Cristo marchito
en esta sed perenne.
¿Por qué buscarte
en el desgarro del sexo,
en la partición de este pan desesperado,
en esta levadura amarga
que se impacienta
al norte de mis piernas?
¿Por qué encontrarte
en la frontera del bosque y la saliva,
en la fábula caliente de la sangre,
en  mi memoria de presa azorada?


Decir te amo y no.
Decir te amo y no.
Sí, sí.
No.
Inmolarme
en tus magias inútiles.


Caperucita Rota
y  el lobo que vuelve.
Feroz.



Arte:  "Red Riding Hood", Michele Lynch
Finalista "I Certamen Mundial Excelencia Literaria", Literary Edition, Seattle, EEUU (2015)

lunes, 15 de junio de 2015

LA QUE ESCRIBE / HÉCTOR GURVIT


LA QUE ESCRIBE

(Un viaje a la poesía de Raquel Fernández)
 




Ella escribe pensando siempre en eso,

y se llama a sí misma o puta o prostituta,

según quién la reclame depende de que haya

o no haya adrenalina.
 


No sé si piensa en juegos de infancia

donde se miraba las tetas

y apenas si podía descubrirlas.




Tiene un Freud en la cabeza (todos tenemos)

que la destapa;

parece un taperware,

se le escapa el aire presionándola.
 




Acaso fuera una monja de clausura

que mientras ayunaba, solitaria en su celda,

comía comida china

y masturbaba

a la baba del diablo.




Acaso estuvo bien cuando

regresó de una muerte exorcizándola


y se quedó con seis


que irá gastando


con cada perversidad de gata.



Y todo lo escribe

en su diario de páginas rosadas.



 HÉCTOR GURVIT



Arte:  Tamara DeLempicka



viernes, 12 de junio de 2015

SALÍ AL SOL


SALÍ AL SOL 

 


Salí al sol.

Sentate en la escalera de la terraza

fumate un pucho,

y adiviná en qué rama se va posar ese gorrión

que cruza el cielo como un suspiro.

No tenés dieciséis años

pero you are the girl,

¿o todavía no te diste cuenta?

La chica con los ojos de calidoscopio.

La chica que pegaba canciones con curitas,

infinita y a punto de extinguirse

como una supernova del flaco Spinetta.

La chica material,

aunque no te guste demasiado ese rasgo de tu personalidad

y te justifiques diciendo:
 
“Soy Cabra en el Horóscopo Chino. Necesito un mecenas”.



Salí al sol, nena.

Dejá de tejerle mortajas a los amores muertos.

Cortá los lazos que te atan

a las palabras que te acuchillaron.

Perdiste el tren de las 16,

pero todavía podés tomarte

el último bondi a Finisterre.

Te estás obsesionando con la música últimamente,

pero esa obsesión no duele;

por lo menos, no duele tanto como las otras.

Si Lennon hubiera escrito su número en tu pared

seguro que lo volvías loco,

como esos freaks en el teléfono.



Salí al sol.

Falta para la primavera,

pero algo en vos está cambiando.

Tenés la dirección de John hace rato,

y la de George, y la de Jim, y la de Elvis,

la de Federico y la de Tanguito,

la de la inmensa Janis y la de Dee Dee Ramone,

(“el Titi”, en la zona sur del Gran Buenos Aires,

donde todo es más surrealista de lo que parece).

Pero ya no tenés tantas ganas de visitarlos.

Qué se yo,

el cielo puede esperar.

La primavera, no.



Salí al sol.

 Si la vida es lo que te sucede mientras hacés planes, 

dejá de hacer planes 

y viví. 

Cortate esas mechas de eterna Rapunzel 

languideciendo en la torre más alta del castillo, 

a la espera de un príncipe 

que no va a llegar nunca. 

Rapate como Luca 

y mandá a la mierda al que te pregunte 

“¿Por qué te pelaste?” 


  
Salí al sol. 

Reíte. 

Y pensá que esto es, simplemente, una película. 

Y que el viento, 

nunca, nunca, 

se llevó nada. 


 


Arte: Giulio Rossi


martes, 9 de junio de 2015

TENDRÍAS QUE HABER SIDO VOS


TENDRÍAS QUE HABER SIDO VOS


Tendrías que haber sido vos.


Tendrías que haber sido vos

el rubio que me besó en el  ‘82

y me dijo sos la chica más linda de la escuela,

lástima que seas tan rara,

aunque por ahí ser rara es lo que te hace tan linda:

mientras las otras  se apretujan en el baño

para pintarse los ojos

vos  te quedás acá, mirando el  cielo de frente,

y te colgás del cuello hilos de mariposas,

cenizas de revoluciones,

canciones de Bob Dylan.


Tendrías que haber sido vos

el vecino con el que me tropecé a los dieciséis

y al que amé feroz y platónicamente

(es el hombre más lindo del mundo,

igualito a Paul McCartney,

no,  más lindo que Paul McCartney;

si no me toca me muero,

si me toca me muero también,

combustión espontánea le dicen,

es raro, pero pasa).


Tendrías que haber sido vos

el chico que me acarició la cabeza

cuando el amigo de Richard Gere  se suicidó en “Reto al destino”

y yo me puse a llorar desconsoladamente.

El que me compró un amanecer en la playa

y me dijo que ahí, en el sol,

iba a estar lo que quisiera ver, siempre.


Tendrías que haber sido vos el pibe de la fábrica,

el hermano de mi odontólogo,

el baterista de ese grupo ignoto que nunca llegó a nada,

el hombre que tiene los ojos del mismo color que los de mi hijo.


Tendría que haber sido otro

el que apareciera

cuando estuviera cansada de vos,

y me dijera que sí pero no,

que tal vez, si yo no tuviera que revisar cuadernos,

que tal vez, si nos hubiéramos conocido hace veinticinco años,

que tal vez en la próxima vida

cuando seas vos el mentiroso que me tome del brazo con  dulzura

y me diga al oído

sos la chica más linda de la escuela, la más sexy,

la que saldría seguro en la tapa de Playboy

si no estuviera siempre buscándole la vuelta a las canciones de Bob Dylan

y no fuera tan bajita.




Arte: Mariana Kalacheva

Poema publicado en el blog "bloc de javier"


sábado, 6 de junio de 2015

SÉPTIMO CIELO


SÉPTIMO CIELO

A Susana



Ella escribe un poema a fuego lento.

Las palabras delatan

su evangelio de hervores,

su  amorosa simbiosis con el viento,

su íntima catedral de pájaros.

Las palabras restañan

las heridas del cielo

y el cielo es un animal enorme

que crece

más allá de su llanto.



Ella escribe un poema y pone en órbita

la promesa del polen.

Se eleva y se descubre,

con su vestido en llamas,

desordenando nubes con los ojos.




Arte: "Séptimo cielo", Susana Rodrigues Tuegols

Poema publicado en Por qué tiemblan #8 especial Maestros argentinos, Junio 2015

Pintura y poema participantes en el XXVIIIº Salón del Poema Ilustrado y la Pintura Poetizada Avellaneda 2015 Organizado por EDEA (Encuentro de Escritores de Avellaneda)