viernes, 3 de mayo de 2024

NO SOS VOS, SOY YO. SOMOS LOS DOS. NO ES NADIE.


 NO SOS VOS, SOY YO. SOMOS LOS DOS. NO ES NADIE.

 

Cada vez que le decías a nuestro hijo

“no sabés lo que era mamá de joven”

una punzada de dolor me atravesaba el corazón.

Una punzadita tipo alfiler de toca de monja.

Nada demasiado grave.

Nada que me impidiera seguir con la taza de café

y las tostadas con mermelada de arándanos,

con el monótono ajetreo del día.

Quizás la frase fuera para vos

un elogio genuino.

Quizás no te percataras de que para mí

no fue fácil dejar de ser la chica bonita

a los que todos miraban cuando entraba en un bar.

La chica bonita que mirabas vos

como si fuera un regalo o un don.

La chica que se entusiasmaba con las Navidades

y decoraba la casa de punta a punta

(que las guirnaldas,

que el mantelito con muñecos de nieve,

que el centro de mesa).

La que se indignaba con sus hermanos cuando proponían

dejar de trajinar en la cocina y pedir pizza.

Pedir pizza para Nochebuena era sacrílego.

Había que cocinar, con delantalcito primoroso incluido.

Con mira cómo beben los peces en el río incluido.

Cocinar y ser feliz

Vivir, una vez al año,

en un cuento de Dickens,

en una sitcom de los ‘50,

en un lugar mágico donde la Navidad significara realmente algo.

Sí, quizás mamá cuando era joven,

además de linda era un poco tonta.

Yo prefiero pensar que estaba ilusionada.

  

No sos vos. Soy yo.

(Tremendo cliché para hablar

de una relación que hace agua).

Soy yo la que no soporta mirarse al espejo.

La que no soporta mirarse adentro.

La que anota de madrugada,

en su libretita de reproches,

todo lo que no fue. Otro hijo.

O, por lo menos, las tuyas sonriéndome

sin sentir que le están mostrando los dientes

a la malvada madrastra.

Un viaje a un lugar soñado. Un viaje nuestro.

No un viaje mío y de una amiga,

en el que saco fotos que jamás vuelvo a mirar

mientras vos te quedás trabajando.

Porque ahí está tu libido.

Ahí está la mejor porción de la torta de tu vida,

la de la frutillita.

No en mamá, ni vieja ni joven.

  

No sos vos. O sí sos vos.

Somos los dos.

Los dos replegándonos durante años

en caparazones de silencio

como caracoles asustados.

Los dos pensando que, al final,

el otro no era lo que esperaba.

  

Te pedí que no le dijeras nunca más a nuestro hijo

“no sabés lo que era mamá de joven”

y me miraste asombrado.

No te imaginaste jamás que esa frase

pudiera incomodarme.

A vos no te preocupa el paso de los años,

ni sentís que las Navidades o los cumpleaños te deban algo.

Aceptás sin ningún remilgo que la vida sea

una sucesión de días uniformes,

una escalera a ningún cielo,

una cinta de aeropuerto donde las valijas dan vueltas y vueltas

hasta que la muerte las reconoce, las manotea

y las rescata del mareo y del aburrimiento.

c'est fini.

It's all folks!

  

Yo no.

Yo quiero mi día maravilloso.

Mi cuento de Dickens.

Mi capítulo especial de Navidad de sitcom de los '50.

Mi zanahoria colgada delante de la nariz

para seguir dale que te dale,

porque hay algo por lo que vale la pena no quedarse quieto.

Necesito moverme.

Para no morir, necesito moverme.

  

No sabés lo que sería mamá si la vieras

con los ojos con los que, a veces,

la ven los otros: con ojos de campanario.

Ojalá pudieras verme así.

Quizás, entonces,

yo podría soltar el tañer de la piel,

sin que la vergüenza, la desconfianza o el tedio

me anestesiaran.

Y llamarte, otra vez,  a la misa del cuerpo.


 

Arte: "Separation", Hartmut Jager

miércoles, 1 de mayo de 2024

RECUERDO


 RECUERDO


 
  “Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, que me
deslumbraba. Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la
hierba, de la gloria de las flores, no hay que afligirse. Porque la
belleza siempre subsiste en el recuerdo.”
William Wordsworth



  

Abrí un libro de versos
 
y allí estabas,
 
balanceado por el agua marina
 
de un soneto de Neruda,
 
caracol, gaviota, arena,
 
corazón jamás saciado de sal,
 
mucho más que polvo y huesos triturados,
 
mucho más que ausencia.
 
Me sorprendió, insurgente,
 
tu ortografía de muerto querido,
 
palabras de amor en papeles amarillos,
 
el pasado que vuelve, inexorable,
 
y me golpea la boca sorprendida
 
con un puño cerrado,
 
con un puño crispado.



 
Abrí un libro de versos
 
y allí estabas,
 
perpetuado en un poema que yo no escribí,
 
veintidós años sonrientes,
 
la foto borrosa de un verano inconcluso
 
que me grita con la estridencia de su silencio
 
que nosotros, los de entonces,
 
( los muertos y los vivos)
 
ya no somos los mismos.
 



lunes, 29 de abril de 2024

SI UN PERRO


 SI UN PERRO


Dicen que los perros callejeros saben
cuándo dejar de seguirte.
Sin embargo,
si un perro me sigue,
cruzo los dedos para que no lo sepa.
Para que persista colgado de mis pasos
hasta la puerta de mi casa.
Si llega hasta la puerta
no tengo excusa para no dejarlo entrar.


Si un perro entra en tu casa
es como si entrara Dios.
Como si la vecina más vieja del barrio
te dejara un santito itinerante
para que lo cuides un día,
y le prometas, y le ruegues,
antes de pasárselo a la que vive al lado.
Como si el santito bendijera
cada rincón de tu rutina.


Cuando era chica y pretendían asustarme
con el viejo de la bolsa y su escolta de perros,
yo pensaba, como casi siempre,
que los adultos eran ridículos y un poco ignorantes.
¿Quién podía tenerle miedo
a ese barrilete solitario
que se remontaba al misterio
con una cola de animales multicolores?
¿Quién podía tenerle miedo,
si los perros hociqueaban sus manos,
las lamían,
se enredaban en sus dedos
como guirnaldas de una fiesta secreta
a la que la gente formal y aburrida
no había sido invitada?
Y nunca dejaban de seguirlo,
nunca soltaban el olfato
detrás de un plato de hambre,
ni salían a girar, hipnotizados,
al compás de las ruedas de cualquier bicicleta.


Si un perro entra en tu casa
(si un perro te elige
y te sigue hasta tu casa)
es como si te eligiera Dios.
Porque si estás roto
el perro sabe juntar tus pedacitos
y rearmarte a puro lengüetazo.
Porque no hay más que sabiduría
en los ojos de un perro.
Porque los santitos que traen las vecinas
nunca te miran con tanta verdad
como te mira un perro.


Si fuera más buena (pienso),
si no hubiese envejecido tanto,
si me hubieran invitado a la fiesta de los libres,
y no pagara impuestos,
y no pidiera ni perdón ni permiso,
ningún perro sabría
cuándo dejar de seguirme.
Y yo no tendría excusas
(ni una sola estúpida excusa)
para no dejarlos entrar en mi casa.

sábado, 27 de abril de 2024

SEGÚN PASAN LOS AÑOS


 SEGÚN PASAN LOS AÑOS



Me desvisto frente al espejo.

Qué delgada estoy.

Seguramente me entraría

el vestido de los quince.

Lo que no me entra,

por mucho que me esfuerce

es esa sonrisa enorme que me partía la cara,

cuando tus ojos azules doblaban la esquina.



Tengo el mismo pelo que a los veinte,

revuelto y rebelde.

“¿Quién te corta el pelo?”, me preguntaste.

Qué forma extraña de entablar conversación con una chica.

A partir de ese día me lo cortaste vos.

Eras mi Edward Scissorhands

(te provocaría ternura verme,

después de tantos años,

intentando todavía vivir mi vida

como si fuera una película).



Esta boca es la misma

que te besaba a los veinticinco.

La misma boca enorme

que se devoraba al mundo,

porque el mundo eras vos

y el mundo eran tus palabras,

que me bebía a sorbos apurados,

y mitigaban la sed de mi tiempo de espera.

¿Y estas manos?

Son las mismas manos que se rompieron en caricias,

cuando por fin me animé a tocarte,

y escribieron cartas de amor y de desamor,

de perdón y de olvido.

¿Y estos pies?

Son los mismos pies bellos y pequeñísimos

(esos pies que me envidiaría hasta la mismísima Cenicienta)

que corrían a verte

saltando con audacia la rayuela del miedo.



Miro una foto

de cuando tenía cuatro años

y estoy haciendo el mismo gesto que te gustaba a vos,

cuando yo te gustaba:

la cabeza inclinada, la mirada baja,

(no recuerdo qué palabra usaste para describirlo,

¿contemplativo? ¿místico?)

Y sé que, para vos,

sigo siendo tan caprichosa como a los cuatro.



Tengo los mismos ojos

que tenía cuando te conocí.

A vos.

Y a vos. Y a vos. Y a vos.

El corazón, no.

El corazón está gastado.

Gastadísimo.

Pero por suerte no se ve.



Me desvisto frente al espejo

y me hago la ilusión

de que me estoy estrenando.

Qué delgada estoy.

Seguramente me entraría

el vestido de los quince.